Era sábado.
Llovía.
Por supuesto.
La gripe no había
cesado.
El calor.
La lluvia.
El dolor.
La lluvia otra vez.
Era noche.
El perro pequeño,
dormía.
El teléfono sonaba,
sonaba.
No contesté.
He venido al mundo
para azotarlo con crueldad.
Tenía melancolía de
cine.
La tristeza dura del
amante real.
Te quise besar. Quise
correr a ti.
Lo hice. Dormías.
Quise tener veintiuno.
La vida era tan
deliciosa.
Fui y volví del
pasado. Alguien destrozaba mi cadera.
Eran estas ideas sueltas,
y claro, interminables.
Y lloré antes de
dormir. Lloré.
Y eran navajas dulces
dentro de la garganta.
Te besé el sueño, y
nadie quiso besar mi tristeza.
Ni él.
Afuera una ciudad
desdichada como nosotras.
Con esquinas húmedas y
puertas con foquitos
amarillos. Y la poesía
que se movía como su falda.
No viniste a mí.
Había pañuelos por
toda la habitación.
Mi voz era enferma y
dificultosa.
Me
fascinaba el susurro.
El
desvelo.
El
amor hambriento por ti.
La
poesía.
El
beso de mi madre.
Y leí
a Prévert. Te amé.
Te
di un poema de Prévert.
Y
dormías.
...
Escribo en la en la pizarra obscura un haz de obscuridad.
ResponderEliminarCompongo en la pizarra obscura un haz de claridad.
Describo en casi nada un hilo de quietud.
Tejería -si supiera- un halo a contraluz.
Y si no supiese, bebería los días
como si nos faltaras tú.
Es cierto, no te quejes, que ignoro de ti
lo cierto, lo superfluo, lo falso, y el desliz.
Es tan tierno lo que pienso y tan cierto es el desdén...
para no bailar un tango,
un corrido está bien.
Debería pasar por aquí, después de todo, agosto aún no termina.
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